lunes, 25 de junio de 2012
Estabas preciosa aquel día. Hasta los cipreses, tan altivos, se inclinaban para ofrecerte el algodón de azúcar que recogían entre las nubes con sus verdes escamas. Les costaba tanto esfuerzo doblar su monumental espinazo que cuando estaban a tu altura ya habías pasado, ensimismada pensando que tú no eras guapa, mientras tras de ti los cipreses formaban una increíble u, uno tras otro, para verte de cerca y ofrecerte sin éxito la nubosa golosina. Luego con el vigor del fracaso, como catapultas, retomaban violentamente la vertical, lanzando los trozos de nube y parte de sus semillas más allá de las montañas al borde mismo del desierto, donde otros nuevos nacerían ganando unos metros a la desolación arenosa, y tú sin enterarte. Pero uno se partió como si tu presencia arrastrase un huracán inconsciente mientras pensabas que la belleza eran aquellos iconos que aparecían en los medios y no podía serlo otra cosa.
Sólo veías esa belleza pasajera que se posa durante algún tiempo sobre algunas personas y cualquier día levanta el vuelo para posarse sobre el recuerdo.
Con algunas ramas del ciprés caído fabriqué jaulas de madera, no tenían puertas y los barrotes estaban atados con regaliz, quizás así pudiera entrar tu corazón o quizás algún pájaro podría aprender la dimensión de la libertad y la vida. Para que la muerte del ciprés no fuese en balde.
Quién sabe en que desierto estará brotando un árbol al abrigo de tu belleza.